Ayer, once de marzo se vivió una gran catástrofe en el mundo. Estoy enfermo, y no lo digo metafóricamente, estoy enfermo, supongo que será la gripe. Tengo todos los síntomas, veo elefantes rosas en el techo de mi habitación, voces que me incitan a quemar bosques, cuchillos que vuelan por casa y me acechan en las esquinas. En fin, nada inusual. Me gustaría comentar el maravilloso hecho de que los viajes en coche cuando uno está enfermo se hacen absolutamente entretenidos. Todos, absolutamente todos los colores se hacen muy intensos, te atraviesan la cabeza y te dan un martillazo en la retina. Los faros de los coches en dirección contraria te atropellan, no puedes esconderte ni detrás de tus párpados, te encuentran y se regocijan en tu sufrimiento. Al fin llegas a casa, y te confías, crees que el descanso te espera en la cama y sueñas con diez horas de descanso. Se desvanece tan rápido como llegó, la televisión, la radio, los pasos, tu madre preguntándote como te encuentras, odias todo cuanto existe sobre la faz de la tierra.
Ya lo superaré, simplemente necesito recuperar mi visión periférica, que el asesino escondido dentro del armario se vaya y conseguir sacar de mi cabeza la imagen del elefante rosa, elefante rosa, una imagen imposible de olvidar.
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